lunes, 21 de enero de 2013

Azules, muy azules.

Nervios, sudores fríos -también calientes-, palpitaciones, tensión, más nervios, temblores varios, confusión, desorientación, vértigo, vista borrosa, boca seca, tics descontrolados, pasos indecisos, ... Ansiedad.
Llegado el momento y a pesar de haberlo preparado mil veces, de haber memorizado preguntas y posibles respuestas como el maestro de ajedrez que mentalmente ensaya jugadas a favor y en contra, digo que llegado el momento solo hay balbuceos y ofuscación. Cada tema de conversación propuesto es más insulso que el anterior, cualquier intento de captar su atención se diluye en un mar de banalidades a cual más olvidable. Nada sale como has previsto, ni siquiera aparece la proverbial improvisación que siempre te ha salvado de todo tipo de situaciones; esto huele a fracaso absoluto. Es como si alguien se hubiera metido en tu cuerpo y te hubiera arrebatado tu personalidad para que parezcas el imbécil más grande de todos los tiempos. Lo peor de todo es que sabes que estos trenes suelen pasar una sola vez y si no saltas y lo agarras bien, te caes y lo pierdes.
Ahora estás magullado. Ese tren venía en marcha, las asas de sus barandillas eran resbaladizas y no supiste atraparlas con fuerza; te has quedado mirando cómo el humo de esa locomotora se diluye en la distancia. Más que el golpe duele la oportunidad perdida.


No aciertas a explicarte lo ocurrido pero de lo único que estás seguro es que desde el momento en que la miraste a los ojos ya no volviste a ser el mismo.

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