lunes, 22 de octubre de 2012

Entre el mito y la realidad

Aquel tugurio olía rematadamente mal. La ley antitabaco había traído tantas consecuencias buenas como malas, y entre estas últimas se encontraba el descubrimiento de un amplio abanico de aromas corporales no siempre agradables que antes pasaban desapercibidos aplastados por la uniformidad del olor a tabaco. Parecía como si ese día hubiera una concentración de gente que había renunciado a lavarse ciertas partes de su cuerpo con la frecuencia necesaría para evitar la, digamos, natural fermentación orgánica. Y yo, que por naturaleza tiendo a la obsesión, me estaba rayando con el olor a sobacazo.
Esperaba. Mi forma de ser me invita a pensar en cosas intrascendentes para hacer que el tiempo pase lo antes posible y la espera sea más llevadera, pero el ambiente de ese garito me lo estaba poniendo difícil. Por alguna razón que ahora no recuerdo llegué a la conclusión de que él aparecería por allí ese día y sin dudarlo me aposté en una de las mesas del bar en cuanto su dueño subió la verja a primera hora de la tarde.
Hacía meses que no me lo quitaba de la cabeza. Sólo le había visto una vez, en una de esas quedadas que hacemos antiguos compañeros de facultad y él venía acompañando a un amigo. Estuvimos tomando cervezas en este mismo tugurio en el que recuerdo que entonces se podía fumar. No cruzamos más que unas pocas frases y, aunque es verdad que hubo tres o cuatro cruces de miradas, en ese momento no me llamó la atención así que no entendía por qué tenía esas ganas de verlo; yo nunca he sido así. Me ha ocurrido como con algunos de mis discos favoritos, que al principio sus canciones no me decían nada pero según voy volviendo sobre ellas me van gustando más y más hasta convertirse en algo imprescindible en mi vida. Pero él no era un disco.
Ahora había llegado el momento. La necesidad de volver a verle era superior a mi proverbial timidez, así que me lancé a descubrir por qué me ha tenido que suceder a mí aquello que solo creía posible en los demás. Y allí estaba yo, esperando a alguien que podía hacer cambiar mis hasta el momento sólidas convicciones acerca de las relaciones humanas.


A veces la intuición femenina no falla: la espera no había sido en vano y, como había supuesto, él apareció en aquel bar. Le miré, ¿me reconocería? Me miró y sí, me reconoció. Sonrió y se acercó a mi mesa. El éxtasis.
En otras ocasiones esa intuición es un completo desastre: él se sentó a mi mesa y al poco empecé a notar que en el tugurio aquel olor a humanidad ya no era malo. Sencillamente se había convertido en irrespirable. El desencanto.

2 comentarios:

  1. Muy buena historia. Tanto deseo de estar con él y al final todo era peor de lo que parecía. La intuición femenina no falla... ueno a veces sí. Un arazo papaPop

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  2. Muchas gracias. Así es, en ocasiones sucede que nos hacemos tantas ilusiones con algo o alguien que llegado el momento puede que todo se desinfle. Pero... benditas ilusiones que nos hacen vivir la vida con más intensidad.
    Abrazos Sillóndepapá.

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